¿Es hoy “intelectual” sinónimo de escritor, comunicador o influencer?
Fenómenos como el relativismo y la especialización han erosionado la función social de lo que se ha conocido como intelectuales, pero reflexionemos sobre las consecuencias que su desaparición podría acarrear para el debate público. ¿Cuál es la razón de que hoy el término se emplee con tanta laxitud, sirviendo para referirse por igual a un filósofo, a un comunicador de moda o a un influencer?
No pueden evitarse los equívocos pues carecemos de una definición precisa de quienes han sido tan relevantes desde la Ilustración y, especialmente, durante el auge de las ideologías en el siglo XX, cuando a cada quien se le exigía situarse o bien al lado de la izquierda o en defensa de la democracia.
¿Intelectuales posmodernos?
Hoy, al fin de las ideologías se suma el del intelectual, puesto que se han erosionado los valores objetivos, cuya defensa asumía aquel. Uno de los adalides de la posmodernidad, Jean Lyotard, afirmó que había pasado a ser alguien arcaico y superfluo tras la defenestración de los grandes relatos y las ideas universales.
Julien Benda remarcó hace un siglo en La Trahison des clercs, la importancia de que, en un mundo secularizado y subyugado por los vaivenes ideológicos, el intelectual precisamente asumiera la defensa de lo que une a los seres humanos: la justicia, la dignidad, la libertad. Hoy luce que se ha consumado la traición: si escasean las figuras independientes y guiadas por el amor a la verdad, es porque la gran mayoría ha sido desleal a esta misión asociada a su función.
Tipología del intelectual
Benda creía que el intelectual debía cultivar su saber de modo desinteresado. Al sueño del ser autónomo y emancipado contribuyeron también Karl Mannheim y Raymond Aron: el primero acuñó el concepto de “intelectual desclasado”, quienes no se definían ideológicamente, sino que se limitaban a generar conocimiento objetivo, desligados del nivel social. El segundo subrayó la necesidad de que escapara del yugo político.
El intelectual se ve conminado a elegir: ser leal a su saber y a las causas más altas, o seguir los cantos de sirena del poder. Aun estando de acuerdo en que nadie puede obviar el contexto en que vive, la silueta del “intelectual comprometido” que decide primar sus convicciones ideológicas es tan inaceptable como la del que ha devenido en influencer por intereses económicos.
Las tentaciones del intelectual
La integridad de un pensador que mantiene su adhesión a la verdad y la lealtad a sus propias convicciones está acechada por la simpatía o la hostilidad ideológica. Las opiniones políticas son respetables, pero la ideología debe ceder cuando entra en contradicción con valores básicos o no resulta contrastable.
A esto se refería Eric Voegelin en unas conferencias que impartió en Alemania, cuando la sociedad empezaba a olvidarse de su responsabilidad por el nazismo. Si accedió Hitler al poder fue, explica, porque los intelectuales: juristas, filósofos, académicos, etc. hicieron dejación de su compromiso con la defensa del ser humano, pusieron sus intereses por encima de las obligaciones éticas, y el espacio público se corrompió.
El intelectual y la política
De que no es fácil acertar ni mantenerse incólume frente a las presiones da cuenta el historiador francés François Dosse en La saga de los intelectuales (Akal, 2024), donde refleja la grandeza y miseria de gran parte de los pensadores franceses del último siglo. Y prueba que el poder es su vicio supremo. El intelectual debe hacer pensar a su audiencia, no someterse a sus dictados o embaucarla para lograr objetivos personales.
En el momento de los bloques ideológicos, el poder buscaba al hombre de ideas, a fin de ganárselo para su causa. Hoy los partidos y las corporaciones acuden a los expertos para que les suministren cartografías de la realidad y propuestas institucionales para modificarlas inspiradas en sus intereses.
El intelectual no tiene una misión pública, sino esencialmente política. Es un individuo representativo, capaz de articular un mensaje, de encarnar unas ideas o una visión. Por esta razón, no es baladí que el intelectual sea alguien a emular, por tener un grado de exigencia ética más elevado que el de la media. Su finalidad consiste en suscitar perplejidad, interrogar y hacer pensar a la audiencia, haciendo progresar así la libertad y el conocimiento.
Otros peligros
Pero no solo es en las filas posmodernas donde surge el cuestionamiento; hay fenómenos contemporáneos que pronostican sobre el incierto futuro del intelectual. Primero, la especialización: se han robustecido tanto las fronteras entre disciplinas y tanto se han encapsulado estas, que el público no confía tanto en el sabelotodo como en el supuesto experto. M. Foucault diferenció entre los intelectuales generalistas, en vías de extinción, y los específicos, que acumulan el saber en una determinada disciplina.
El segundo es el relativismo, que destruye el debate público al generar polarización desmedida y odios viscerales. En un marco como el descrito, el intelectual se transforma en una celebridad con sus hooligans. Se suma el déficit cultural que conforma espacios públicos superficiales, guiados por el ansia de novedades y las discusiones insustanciales. Por último, como el término “intelectual” posee un aura elitista, el radicalismo democrático ha condicionado la confianza del público en quienes se presentan con ese título.
Las fronteras
El intelectual no es un académico consagrado, como un eremita que desentraña en soledad los secretos de un campo de estudio; tampoco un mero divulgador, que reitera lo que otros han pensado. Menos aún debería ser un asesor electoral o de una corporación para alcanzar el poder o un mayor beneficio económico.
Pero, sí es aquel que se sitúa en el terreno intermedio entre esas vocaciones. Reflexiona e investiga; comunica y tiene interés en influir en la opinión pública. Es alguien, al fin y al cabo, que sabe, al tiempo que es consciente de que puede cumplir una importante función social y de que debe difundir sus conocimientos para enriquecer el debate colectivo.
Si resulta tan dudosa su existencia se debe a que en la actualidad se ha vuelto prácticamente imposible integrar los ámbitos de la investigación, los medios de comunicación y la política, ámbitos que, como otros muchos, han estado sometidos a la presión de la profesionalización y la especialización. En el ámbito especializado hay “un esoterismo riguroso” y la esfera pública está sometida a una circulación rápida y superficial de ideas. No está nada claro cómo puede el intelectual público sobrevivir.
Intérprete del pluralismo
¿Cuál es el papel que le queda por desempeñar? Veamos la evolución histórica de esta figura. La misión pedagógica que asumieron los ilustrados ha desaparecido; tampoco subsiste su cometido político tras la debacle de las ideologías. En un mundo plural, el intelectual es un mero intérprete, encargado de garantizar la comunicación entre modos de vida y culturas diversas. Al ser irreversible el pluralismo e improbable un consenso a escala mundial de cosmovisiones y valores, la comunicación a través de las tradiciones se convierte en el gran problema de nuestro tiempo, y nadie mejor para contribuir a su solución.
La tarea del intelectual ante todo es pensar y, asumir el pluralismo no implica renunciar a la verdad, sino buscarla en aquello que une a las diferentes culturas.
Del intelectual al influencer
Hoy existe otro factor que opera en menoscabo de su prestigio: el público. En la época de internet, el intelectual necesita de una audiencia cada vez más amplia para asegurarse su subsistencia. Por ello, no solo debe hacerse comprensible, bajando el nivel, sino que ha de tratar principalmente los temas del momento o acomodarse al público para no caer en la insignificancia.
Recordemos la dinámica de los sucesivos exilios de los intelectuales: primero, tuvieron que abandonar la academia; después, el mundo editorial, donde se habían resguardado. Ahora, se han cobijado en el periodismo y el marketing y, finalmente, se han vendido a sus lectores. Han descubierto lo esencial de construir su marca personal y publicitarse en X.
Lo inquietante no es solo que el público sea el encargado de determinar quién merece la etiqueta de intelectual o no. O que pueda situar al mismo nivel a quien se dedica a la autoayuda, al científico o al divulgador, indistintamente. Lo más preocupante es que el propio intelectual se haya transformado voluntariamente en un influencer y dedique más tiempo a viralizarse que a reflexionar.
Quizá lo que necesitemos no sea personajes tramposos y superficiales que comercian con ideas o las venden, sino aquellos “hombres representativos” de los que hablaba Emerson: campeones de la inteligencia que defienden el valor de la verdad y hacen suya la causa de la dignidad humana por encima del poder, el dinero, el éxito o un puñado de seguidores.
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