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¿Quién es László Krasznahorkai premio Nobel de Literatura 2025?

El húngaro ha obtenido el premio gracias a una escritura que cautiva y sorprende, y cuyos protagonistas hacen de la contemplación estética o vital un antídoto contra la desolación. Trascendencia y humor frente al fiasco de las utopías.

Su vocación literaria fue algo tardía y reticente. Nació el 5 de enero de 1954 en Gyula, una pequeña ciudad húngara junto a la frontera rumana; estudió Derecho y Filología Húngara, se dedicó a la edición antes que a la escritura, y no ha sido demasiado prolífico. Como se trasluce en varias de sus novelas, el intenso descontento con el régimen comunista le llevó a abandonar su país y, si en las primeras obras predominaba el elemento político e histórico, a partir de sus prolongados viajes por Mongolia, China y Japón, volvió la mirada hacia el quehacer artístico, y adoptó un tono más trascendente, de apariencia casi religiosa.

Escritor de culto, en el mejor de los sentidos

El ritmo pausado con el que ha ido publicando sus novelas –y algunos relatos–, la vida de semi reclusión en una zona rural de su país natal y la elección de temas y personajes podría encuadrarlo en la categoría de los autores llamados “de culto”. Pero, si la complejidad estilística lo emparenta con los nombres más destacados de la posmodernidad europea, el esfuerzo minucioso dedicado a cada una de sus frases solo es exigente para el autor. Los lectores, por su parte, no tienen más que sentarse y disfrutar.

En la narrativa de Krasznahorkai hay un trasfondo metafísico que en algunas páginas se vuelve casi palpable, como si la nada, la naturaleza o el ser fuesen un personaje más, con su propio carácter, y que revela la influencia del pensamiento oriental. Tanto en sus obras más líricas y reflexivas como en aquellas donde el peso recae en la acción, se intuye un mundo ideal, armónico y huidizo, cuyo contraste con el presente vuelve a este aún más caricaturesco. La diferencia entre ambos estilos no responde solo a la evolución esperable en un autor que lleva más de cuarenta años de ejercicio, sino que parece una elección consciente.

Uno de los rasgos que lo elevan al estrecho pódium de novelistas en verdad sobresalientes es la singularidad de su voz; bastan unas líneas para identificar cualquiera de sus novelas que, sin embargo, no resultarían reconocibles solo por la trama, los personajes o el género. Tango satánico, Melancolía de la resistencia y El barón Wenckheim vuelve a casa se leen como una ópera bufa, con personajes desmesurados, egoístas y toscos, que tratan de brillar entre la mugre pese a sus talentos limitados, y que se mueven con mayor o menor destreza para medrar; el elemento picaresco es constante, y nunca faltan el borracho, el político tramposo o el literato pomposo.

En Y Seiobo descendió a la Tierra, así como en Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, lo que se impone es la belleza no solo estilística, sino casi corporal, con voz y peso, que se erige en objeto de una búsqueda, pero también en sujeto, en actor y protagonista. Este afán de totalidad, de plenitud ideal y de contemplación está presente en sus personajes arquetípicos, condenados y al mismo tiempo protegidos por su ingenuidad, su bondad o su locura de un mundo caótico y perverso. Esta hostilidad externa adopta con frecuencia la forma del Estado totalitario y de sus sinuosidades, cuyos últimos coletazos en la Hungría comunista sufrió el autor, tampoco muy satisfecho con la actual, por motivos similares.

Humor contra el esperpento del totalitarismo

En Tango satánico (1985), el trasfondo histórico es muy visible en los trabajadores de la cooperativa a los que la llegada de una especie de profeta, dado por muerto hacía años, conduce primero a la esperanza y luego al estupor. El cumplimiento de los sueños individuales o las utopías colectivas que asoman a escasos palmos, sin cumplirse nunca, será un tema recurrente en la obra del autor. Con esta novela, y con la afamada recreación de Béla Tarr para el cine, Krasznahorkai empezó a destacar en la literatura centroeuropea, y se consagró con Melancolía de la resistencia (1989), en la que es muy perceptible otra de sus señas: un sentido del humor a veces trágico, otras muy directo y popular, pero siempre eficaz, y en no pocos pasajes merecedor de una carcajada.

Se diría además que la fecha de su publicación es premonitoria porque, si bien el régimen húngaro sobreviviría unos meses a la caída del Muro, la descripción de su hundimiento y de las estrategias de sus capitostes para seguir a flote en democracia se cumplirían punto por punto. En esta novela, la llegada de un circo ambulante, cuya única atracción es el cadáver semidescompuesto de una ballena, a una ciudad provinciana tan gris que parece desolada por el apocalipsis, pone en marcha los resortes sociales que desembocarán en un amago revolucionario.

Afán de belleza y trascendencia

En Guerra y guerra (1999), el protagonismo ya no es colectivo. György Korin encuentra la misión que dará sentido a su minúscula vida como archivero cuando descubre por azar un texto, bellísimo e intrigante, que parece contener la clave que desentraña la historia universal. Entonces abandona Hungría y viaja a Nueva York, con la intención de depositarlo en el lugar que su confusa mente considera el más digno y seguro: una página web. La pluma compasiva del autor convierte su gesta ridícula en una épica sensible y divertida, que se entrelaza con una indagación muy meditada sobre la historia, la cultura y el arte.

El afán de belleza y trascendencia es aún más explícito en la novela, de largo título pero breve extensión, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003), y llegará a la cima con la fascinante Y Seiobo descendió a la Tierra (2008). El estilo imponente de Krasznahorkai, con sus frases interminables e hipnóticas, en las que parece querer incluir el mundo entero, fabula en este caso sobre la deidad japonesa del título, que recorre distintos periodos históricos para encontrar la belleza. Con una erudición diletante al servicio de la narrativa, que recuerda a la de Borges, el libro deambula buscando la perfección artística en el teatro no de Japón, los iconos rusos, la Italia del Renacimiento, la Acrópolis o la Alhambra. Por último, en El barón Wenckheim vuelve a casa (2016), volverá a un escenario ya reconocible, el de la pequeña ciudad sacudida por la aparición de un personaje estrafalario, en el que el elenco de caracteres local proyecta sus ambiciones, fantasías y delirios.

En un corpus sin un solo libro de segunda categoría, es previsible –y deseable– que Krazsnahorkai siga justificando la concesión de este premio con cada una de sus frases, tan interminables como bellas y envolventes.

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