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Discurso PE Academia de la Lengua en el acto 25º Aniversario de la primera Escuela de Escritura de Iberoamérica.

Aquietamiento interior y reflexión en tiempos digitales: los retos de la escritura literaria

 

Por: Horacio Biord Castillo

Discurso de orden pronunciado en el acto solemne de conmemoración de los 25 años de la primera Escuela de Escritura de Iberoamérica

Auditorio de la Corporación Andina de Fomento. Caracas, 03 de marzo de 2016

Un cuarto de siglo pudiera parecer poco, pero en un país como el nuestro, amante sin saberlo del loto y las riberas paradisíacas del Leteo, no lo es. Celebrar los fastos y los años, celebrar a hombres y mujeres que nos permitieron llegar hasta el aquí y el ahora, constituye una manera de oponernos al olvido y a la inveterada manía de empezar de nuevo cada día, de renegar de los orígenes y la historia, de inventarnos y reinventarnos, de refundarnos pero más como discurso que como verdadero descubrimiento y autodescubrimiento, nunca o pocas veces quizá como una forma de tocar en verdad la esencia y, con ella y por ella, asumirnos y reasumirnos.

A finales de la década de 1980 y principios de la siguiente, varios intelectuales y escritores venezolanos tuvieron la idea de fundar una escuela de escritura. Fueron esos visionarios José Santos Urriola, Alicia Álamo Bartolomé, José Luis Alvarenga, Alexis Márquez Rodríguez, Oscar Sambrano Urdaneta, Manuel Bermúdez y Vicencio González C.

El proyecto se hizo realidad y en octubre de 1990 se inauguró formalmente la Escuela que desde entonces ha desarrollado diversas actividades formativas en el campo de la escritura literaria y la producción de textos para los medios electrónicos de comunicación (especialmente la radio y la televisión) y otras modalidades, como las historietas ilustradas para niños.

Entre los fundadores se encontraban profesores universitarios de dilatada trayectoria, escritores reconocidos y varios miembros de la Academia Venezolana de la Lengua, una de las instituciones más antiguas de nuestro país. También fue profesor de la Escuela don Carlos Pacheco, numerario recientemente fallecido, y lo hemos sido doña Ana Teresa Torres y yo, que tuve el honor, por deferencia de don Vicencio González, de dictar tres cursos trimestrales entre septiembre de 1999 y julio de 2000. Por ello, para la Academia Venezolana de la Lengua es un honor participar en el jubileo de las bodas de plata de esta Escuela de Escritura, como se suele llamar la conmemoración de un cuarto de siglo, y felicitar a sus directivos, promotores, docentes y estudiantes, antiguos y actuales.

Habiendo sido invitado a este acto con suficiente antelación por don Vicencio González fui preparando, lentamente, al estilo de un tinajero, con esa humedad que favorece el crecimiento de helechos de hojas menudas, un discurso que no quería ser solo de ocasión. Además de la salutación de rigor, constituía una reflexión sobre el aquietamiento que supone la escritura literaria y su importancia en tiempos de la era digital, valga decir de continua conexión a las redes sociales, en momentos signados además por la angustia existencial (así lo percibo) de las coyunturas actuales del mundo. Lamentablemente, el hampa me hizo su víctima en mi propia casa el pasado lunes 29 de febrero (un día que por algo solo existe cada cuatro años) y con mi computadora el ladrón cargó con el texto ya casi concluido del discurso/ensayo. Mi primera reacción fue, obviamente, desistir de hablar hoy en este acto solemne, pero al imaginar la angustia de don Vicencio compelido a buscar otro orador con tan pocas horas de por medio y, sobre todo, por su amabilidad al insistir en mi intervención, aunque fuera muy breve, pese a que ya no sería lo mismo (el no haberme abandonado en la adversidad, en otras palabras) hicieron que me sobrepusiera al desconcierto de haber perdido varios textos ya concluidos (no solo el discurso) e intentara volver a escribir algunas de las ideas que había desarrollado en aquel documento que lacónicamente se llamaba “Discurso ECREA”.

Un versículo del Eclesiastés 12 me estimuló a rehacer el trabajo: “resume tu discurso, di mucho en pocas palabras, sé como quien conoce y a veces calla”. Permitan, pues, que la brevedad hable por mi gratitud ante esta reiterada invitación. Intentaré ser como quien conoce, aunque en verdad conozca poco o nada, cada vez menos.

Quizá tanto la torre construida por mí con las palabras ahora perdidas (que no tenían alas, como hubiera querido Homero) así como el encadenarme cual funesto penitente al fetichismo de lo escrito debían ser trascendidos, depurándose, para hacer un texto más conciso. Sustituyan estas palabras incidentales la invocación a la musa que enseñaron los antiguos y, ahora, bajo el imperio de la brevedad, permítanme decir entonces por qué pienso que es importante una escuela de escritura, o con mayor precisión por qué tal institución resulta más importante todavía en estos tiempos iniciales de lo que pudiera describirse como una ciberépoca que alberga tanto ciberántropos como otros seres humanos y sociedades no digitalizadas o solo parcial y exiguamente digitalizadas.

Para quienes creemos más en las causalidades profundas que en las meras casualidades quizá no sea anodino que en medio de las circunstancias de esta celebración haya partido una figura emblemática de estas reflexiones en torno a los tiempos cibernéticos y el lugar de la literatura y el filosofar. Me refiero a Umberto Eco, quien no solo sentía aprehensión por la tendencia a confundir los medios de comunicación masivos con la reflexión profunda y las estrategias de mercadeo de los productos culturales con los verdaderos valores de la creación en sus más amplias dimensiones, sino que también sintió de cerca los embates de un cambio de época, más que una época de cambios, un cambio de época hacia lo que algunos analistas, entre ellos el propio Eco, han percibido por muchas razones como una nueva Edad Media, y en ese contexto la necesidad de la expresión literaria como forma de reflexionar y de llegar a amplios círculos de personas/lectores/consumidores.

Una breve ojeada a la escena internacional nos muestra que el Medio Oriente, África (tanto la mediterránea como la subsahariana) y Europa viven una tensión múltiple, angustiosa, que apunta a diversos escenarios. Entre ellos, el desplazamiento de la idea de Europa como civilización de raíces cristianas y el papel centralizador de las ideologías occidentales, Europa como centro o epítome de un proceso civilizatorio pretendido como único. A ello se suman también malestares y fricciones que ocurren a este lado del Atlántico y que cada día con mayor intensidad se manifiestan tanto en el sur, como en el centro y el norte de este continente, que algunos creyeron nuevo en una visión o mejor sesgo, precisamente eurooccidental, de comprender lo que en esa línea de pensamiento se pensaba de forma reduccionista que eran el mundo y sus complejas realidades (un verdadero mundo plano, extendido solo hasta donde llegaba la mirada llena de preconcepciones y rígidos modelos).

No pueden escapar a esta ojeada los problemas en Asia y otras regiones del planeta, como Oceanía y la Antártida (esto último algo tan novedoso que casi nos parece ciencia ficción). Y una complicación social que se ha ido generalizando en nuestros países: la narcocultura y sus efectos terribles sobre las relaciones sociales y la estabilidad de una sociedad.

Todo esto ocurre en medio de un cambio climático cuyo componente antropogénico aún no termina de ser valorado de manera adecuada y, quizá lo peor, de ser aceptado por los tomadores de decisiones de los distintos países, corporaciones mundiales y empresas trasnacionales. La pobreza y las injusticias sociales, la discriminación y los accesos desiguales a la tecnología, signan el mundo y obnubilan el análisis detenido de los límites y responsabilidades de los modos de vida de la sociedad industrial, de la que, al igual que los sistemas capitalista y socialista, somos hijos y parte actuante.

Cualquier sensibilidad medianamente informada por los medios de comunicación que traen y llevan de continuo las noticias desde Puerto Montt al sur de Chile hasta Beijing en la milenaria China, desde El Cairo junto a las pirámides llenas de historia hasta Machu Picchu no solo llena de historia las ruinas sino de una energía especial en los Andes peruanos, desde Tasmania la ínsula meridional hasta Alaska llena de riquezas que se empiezan a explotar o a destruir, desde Cabruta junto al Orinoco hasta Quetzalan del Progreso en la sierra de Puebla, donde los indios aún visitan su pirámide-templo, puede sentir un no sé qué que queda balbuciendo (al decir del gran místico) en el ambiente ciberantrópico. De allí que sumergirse, para quienes tienen la posibilidad, en la satisfacción quizá efímera de las redes sociales y las realidades virtuales sea una opción, no me atrevo a llamarla un escape, o una evasión, una nueva torre de marfil con jardines embellecidos por pavos reales y otras aves míticas.

Un nativo digital puede sentir la gloria de haber participado no como mero espectador sino como conductor o piloto real en una carrera de autos en su consola o, mediante juegos de alta resolución, como guerrero antiguo, moderno francotirador o incluso como el superhéroe favorito o un personaje de ficción, híbrido o no, creado por la imaginación del usuario (es decir, por sus filias, fobias, traumas, carencias, aspiraciones aun las más secretas). Los campos y utilidades de Internet se pueden ampliar, desde la búsqueda de recetas de cocina casi olvidadas hasta los procedimientos para hacer nudos de corbata, los chats de cualquier naturaleza, incluida la erótica y la sexual. Obviamente temas como lo público y lo privado, la intimidad, parecerían entrar en una nueva dimensión.

El estar conectado se ha ido haciendo, cada vez más, un hábito cotidiano, no solo para los nativos digitales sino también para los llamados inmigrantes digitales. Comentaba el rector de un seminario católico alemán lo difícil que le resulta como formador lograr que los seminaristas, que deben vivir momentos de recogimiento y profunda reflexión, dejen el hábito de la conexión continua. Por su parte, un periodista argentino llegó a la conclusión de que había perdido la batalla frente a esa realidad de la conexión permanente, de estar siempre en línea, disponible, y de que era mejor dejar sus clases en una escuela universitaria de comunicación social tras constatar que los alumnos, contrariamente a sus indicaciones, estaban todo el tiempo conectados en clase, incluso viendo videos intrascendentes o casi pueriles. No es mi intención juzgar si todo ello es bueno o malo. Yo mismo estoy atrapado, como todo inmigrante, entre dos culturas: la digital y la analógica, por llamarlas de alguna manera. Más bien creo o prefiero creer que estamos frente a una innovación tecnológica cuyo manejo aún dista de haber sido apropiado de manera eficiente y que en un lapso de tiempo muy difícil de estimar se generarán normas y usos sociales que regulen lo que por ahora muchos ven más como un juguete que como una potente y formidable herramienta de comunicación, búsquedas, producción cultural en su más amplio sentido (incluidas todas las aplicaciones técnicas), simulación y ampliación de fronteras para la mente humana, el quehacer social, los sentimientos y las emociones.

Crisis y posibilidades cibernéticas se vuelven a entretejer en esta reflexión. ¿Serán los modos de vida del ciberántropo igualitarios y universales (que no globales)? Me temo que al igual que los modos de vida de la sociedad industrial estamos frente a una falacia igualitaria (el libre acceso, la libre comunicación). Libres sí en el sentido de que es posible (obviando el no tan fútil debate del control estatal y económico sobre las redes y las plataformas), pero que tienen un costo que no todos los países y no todos los seres humanos y grupos sociales pueden asumir, al menos de manera equitativa. Lo que parecería una panacea encierra terribles limitaciones y temas importantes de reflexión. ¿Sobrevendrá una emotividad digital? ¿Cómo puede afectar el síndrome de la aldea global la intimidad y la afectividad de las personas si estamos conectados al mismo tiempo con tantos, diversos y distantes sujetos, reales o ficticios? ¿Cómo será el embate digital sobre las sociedades y culturas que ha sobrevivido a la homogeneización de la sociedad industrial y la globalización? Temas interesantes de reflexión.

Hace 40 años, aproximadamente, un gran poeta, injustamente olvidado, Andrés Athilano, fundó la Escuela de Poesía de Caracas. Mucha gente en esa ciudad distinta a la actual que comenzaba a sentir los efluvios de un tentador ciclo de riqueza petrolera se interrogó sobre las premisas y pertinencia de aquella idea de una Escuela de Poesía que obviamente quedó agazapada entre la propaganda oficial de la Gran Venezuela y la sorpresa de una creciente metrópolis que abría sus entrañas al Metro que avanza, como decía uno de los lemas corporativos del Metro de Caracas. Andrés Athilano subrayaba la idea de una poesía experimental y onírica (debatible como todas las formas poéticas) y, sobre todo, la pertinencia del decir poético en un mundo poco sensible a tales actividades (esto lo veo como más clásico o universal, es decir perdurable). Más tarde se popularizarían los talleres literarios en los que un escritor con más experiencia lideraba un grupo de escritores con menos experiencia o personas incluso de ámbitos alejados de la literatura o la educación formal. Se leían y comentaban textos críticos y las producciones de los propios participantes, se corregía y se reflexionaba, se discutía en una forma distinta a la usual en las peñas literarias o círculos de escritores hasta entonces vigentes porque había una intencionalidad y una práctica didascálica o docente. El fenómeno del tallerismo, como se le llamó, fue una oportunidad para la formación de escritores en Venezuela entre las décadas de 1970 y 1990.

No sé si se puede enseñar a alguien a ser poeta o al menos enseñar fácilmente a alguien a hacer poesía o literatura, aunque todo oficio se aprende. Aprehender técnicas, puntos de vista, contrastes y otros elementos importantes para la creación siempre es relevante y útil. Así como ir a una escuela de pintura no garantiza que un estudiante será un gran pintor, tampoco ir a una escuela de escritura garantiza que egresarán extraordinarios escritores. Pero, como en el caso de la pintura, la fotografía, la danza, la música o el teatro, siempre habrá como resultado un mejoramiento de las técnicas. Los genios, entendidos como las personas con las aptitudes y actitudes necesarias, o quizá excepcionales, plasmarán sus técnicas más allá del academicismo y ofrecerán “productos” de la mayor calidad.

Quiero, más bien, dedicar mi reflexión a otro asunto: la importancia de intentar aprender, de desconectarse al hacerlo del “mundanal ruido”, a imitación de Fray Luis de León, y escucharse, escuchar la voz creativa. En un mundo fustigado por tantas y preocupantes amenazas, que, como Vallejo ante la Guerra Civil de España, nos llevan a pedir que se aparte de nosotros este cáliz de dolor y ansiedades, de incertidumbres generalizadas, será de gran utilidad (tanto para nativos como inmigrantes digitales) hacer altos en el camino y dedicar tiempo a la reflexión, al pensamiento, a las sensaciones que se deben plasmar en un texto literario.

Un riesgo de la conexión continua y de la participación indiscriminada en las redes y las realidades virtuales es la falta de reflexión, de encuentro con las profundidades y complejidades psíquicas (ya sean personales o colectivas), la pérdida de la intimidad, el debilitamiento de la introspección y el reino absoluto de lo masivo (ni siquiera, de lo colectivo en un sentido tradicional) sobre la perspectiva de la persona como miembro de una cultura, de una época, de determinadas tradiciones y exposiciones individuales (sean dolorosas, placenteras, tristes o estimulantes: o dicho en términos más literarios tragedias, dramas, comedias, tragicomedias y tantas formas posibles).

Un valor de lo literario (cualquiera sea su manera, modo o estilo, diría Alfonso Reyes) es, precisamente, aportar mediante las máscaras múltiples de la creación y la superposición e imbricación de realidades, roles, personajes, voces, imitaciones y el eterno juego de lo real y lo ficticio, perspectivas únicas del mundo. ¿No veían, acaso, cosas distintas en la transparencia del aleph Carlos Argentino Danieri y el Borges personaje en el cuento homónimo de Jorge Luis Borges? ¿O no se vieron envueltos en la misma experiencia los personajes de El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel? ¿O sentían iguales motivaciones don Quijote y Sancho, percibían lo mismo? ¿O acaso se refirieren a sucesos distintos Venezuela heroica de Eduardo Blanco y Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri?

La perspectiva individual, la guacamaya de tantos colores y formas diferentes que cada quien plasmaría para expresar una guacamaya o un asunto cualquiera es la aspiración no solo de la diversidad en sí misma sino del mutuo y necesario enriquecimiento de las diversidades. ¿Acaso el Principito no nos alertó sobre la posibilidad de confundir un sombrero con una boa que se hubiera tragado un elefante?

Además de ofrecer invalorables herramientas para la escritura, una escuela de escritura en tiempos digitales ofrece la posibilidad de estar a solas con el ermitaño que nos habita, de meditar con él, con la sacerdotisa que guarda las puertas o columnas del templo, del templo interior, y de asomarnos (terrible momento, casi siempre) a las profundidades del individuo para entendernos y entender el mundo, sus mundos, los mundos, todos los mundos (reales o ficticios, que a fin de cuentas son un gran mundo de mundos superpuestos que se contienen unos a otros, compartimientos comunicados, falsos muros, espejos, realidades de muchas aristas, virtuales, digitales, analógicas o de pura evocación, como magistralmente lo mostró Proust).

Solo mirando, adentro, muy adentro, aunque haya que atravesar repulsivas corrientes fluviales, casas de murciélagos, jaguares o cuchillos terribles de obsidiana, como en Xibalbá, podremos acercarnos a “lo apenas concebible”, diría el Dante (Paraíso, 29). Para ello el aquietamiento, el dejar transitoriamente la conexión continua, puede ayudar. Y una escuela de escritura es, creo yo, una gran oportunidad para propiciar ese asomo al lugar (fuera del espacio y el tiempo) de donde brotan miles de años ha los ríos interiores, de donde dimanan, a su vez, con fuerza y luz centelleante el sentido y la visión que cada quien le atribuye a algo, los colores y formas de la realidad empírica.

Pero hablamos especialmente de un tipo de quienes, es decir de artistas, escritores, poetas. De ese interior tan resguardado emergen no solo los contornos de la realidad y la ficción, sino el arte, la escritura, la poesía, la riqueza de las perspectivas individuales o colectivas del artista, la manera de entender el arte en la tradición cultural más cercana a la nuestra (la occidental americanizada, que no significa necesariamente o al menos no solo mestiza en el sentido excesivamente ideologizado por excluyente que se le suele adjudicar a este adjetivo, aunque sí sea tal vez un poco más híbrida: los híbridos occidentales de América).

No solo enseñar técnicas de escritura, sino estimular la creación y permitir el encuentro con sentidos esenciales guarecidos en las profundidades propias constituyen un valor fundamental de las escuelas de escritura en un mundo digitalizado, donde nativos e inmigrantes deberíamos darnos la mano y valorar la vida y no “matarnos” ni aspirar simplemente a sucesivas vidas virtuales mediante cuasi cíclicas reapariciones, como en los diversos géneros de juegos de animación.

Por supuesto, hay herramientas electrónicas cada vez más sofisticadas que ofrecen innumerables posibilidades a la creación artística y su divulgación. Para esto último mencionemos, por ejemplo, desde redes sociales y páginas web, hasta blogs, Instagram y Facebook, sin dejar de lado otras como Twitter y Whatsapp. Incluso verdaderos artistas pueden sorprender con creaciones divulgadas por estas vías o producto de herramientas tecnológicas. Mi intención no es condenarlas, obviamente, y menos siendo un usuario consuetudinario aunque no muy adicto de algunas de ellas. El punto es otro. Se refiere, por un lado, a la masificación, la adopción de modas, la banalidad, el kitsch, la superficialidad a veces connatural a los canales empleados y, por el otro, a la adición irreflexiva que lleva tanto a un consumo totalmente pasivo y acrítico de los mensajes (sean escritos, iconográficos, musicales, animados o fílmicos) como a la hiperactividad en línea que resta fuerzas para la interiorización de vivencias ampliamente entendidas y la expresión del rasgo o intuición única del artista.

El problema que planteo no es el debate sobre la cultura de masas, ni su valor sociológico ni antropológico. Va dirigido a otro tema: la excesiva superficialidad que puede generar el estar permanentemente conectado, en línea o disponible frente a la importancia de la reflexión profunda y la meditación. Yo mismo, porque no quiero parecer que acuso a los demás, he sentido y he lamentado el invertir precioso tiempo con nulos resultados en ciertas actividades en línea, no del todo aburridas quizá pero intrascendentes. A eso me refiero. Eso señalo como un obstáculo, ni siquiera digo impedimento, para acceder a lo que he referido como el aquietamiento necesario, el silencio que con tanta frecuencia echo de menos y que he observado en místicos de diversas tradiciones religiosas, en una monja católica eremítica o en un chamán indígena.

Tormentosa relación, ha dicho Juan Liscano, la espiritualidad y la literatura, empero, se atraen, se necesitan, me atrevo a afirmar, no desde una posición dogmática sino desde un desesperado grito expresionista, como el cuadro de Edward Munch, signado, en mi caso, por la búsqueda de lo trascendente, de lo importante, de lo no banal como sentido, lo sustancial y significativo: el punto que nos acerca a la universalidad, a pesar de las vías individuales, personales, subjetivas, heterodoxas o, incluso, en apariencia irreverentes para acceder a ella.

Si Occidente (discúlpenme la generalización y el uso indiscriminado de la categoría) ha perdido certezas y seguridad en sí mismo, bien vale el esfuerzo de redescubrirse y analizarse, de rectificar (dolor de corazón y propósito de enmienda se diría en la antigua devoción católica del arrepentimiento). Occidente se desacralizó a sí mismo (su cultura, sus usos y costumbres, sus creencias mismas) y los resultados parecen agredirlo con igual ímpetu al empleado para hacer prevalecer lo profano sobre lo sagrado.

Escribir, crear mediante la escritura, es también conectarse con ámbitos muy profundos de la psiquis, incluso con aspectos o fuerzas sagradas (aunque se haga de manera inconsciente), que llenen de sentido pleno la creación, no obstante su aparente sinsentido. Pienso que el mundo, sobre todo el llamado mundo occidental o los supuestos mundos occidentales (al llamarlos así no tengo que volver a pedir, por ahora, perdón) se beneficiarían de ese sentido profundo ante tantas incertidumbres que nos acosan (interesante tema literario y condición social o histórica de producción). Por ello he insistido tanto en el aquietamiento versus la incesante conexión, o el permanente estar en línea, lo cual no tiene ni siquiera que ver con moralidad personal o sumisión a normas sociales, religiosas o de etiqueta, pues bien sabemos que la vida de los más grandes artistas está llena de emociones escabrosas y procedimientos poco convencionales, para decirlo de una manera tangencial o eufemística), y que el arte muchas veces se ha hecho contra algo, aunque también a favor de algo: contra o a favor de lo establecido, contra o a favor del poder, contra o a favor de lo aceptado.

Sé, por experiencia personal, que a esta Escuela de Escritura nunca le ha sido ajena la preocupación ética. Y lo celebro, porque toda actividad humana debe estar presidida y animada por una reflexión ética que inspire la adecuación entre la teoría, o el pensamiento, y la praxis.

Nuevamente, en nombre de la Academia Venezolana de la Lengua, deseo, señor director, señores profesores, egresados, estudiantes, patrocinadores y amigos, que la Escuela de Escritores pueda seguir celebrando muchos años más y contribuyendo con sus actividades a la magia de la creación literaria y, de alguna y muchas maneras, a la búsqueda y al encuentro definitivo de sentidos (múltiples y heterogéneos, diversos como su conformación sociocultural) para este país tan urgido de hallarlos.