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EL NÚMERO 21

EL NÚMERO 21

Por: Rómulo Colorado

Nunca olvidaré el mensaje de texto que me envió mi madre aquel día. Era un viernes de marzo del año 2021. Siempre había creído que el 21 era el número de la buena suerte, el triple 7, el Black Jack, el número de Andrea Pirlo cuando jugaba en el AC Milan y el número de mi cumpleaños: 21 de febrero. Mi madre me dijo  en el mensaje de texto que necesitaba mi presencia en la casa materna. En ese momento, yo me encontraba entre idas y vueltas de la casa de mi mamá a la casa de mi ahora expareja; más de idas que de vueltas, depende de a quién se le pregunte. Yo le respondí que está bien, que iría ese mismo viernes.

En aquel entonces, muy probablemente algunos lo recuerden, y estoy seguro de que la mayoría trata de olvidarlo, el mundo entero se encontraba en la víspera del primer cumpleaños de la pandemia por el (o la, es curioso como la lucha de géneros también se refleja en las enfermedades) covid-19. Nosotros en la casa habíamos toreado al bicho con presteza, nos encapsulamos con celosía y solo salíamos para hacer mercado; siempre me he enorgullecido de que en casa solemos ser muy pulcros, gracias, sobre todo, a las enseñanzas de mi abuela; por lo tanto, la limpieza sistemática del mercado no representaba mayor problema. Lo habíamos hecho muy bien. Todos teníamos como objetivo evitarlo debido al miedo generalizado causado por esta nueva enfermedad y por el peligro que representaba para las personas mayores; repito: lo hicimos muy bien hasta que el bicho nos alcanzó.

Irónicamente y retomando el tema del cumpleaños de la pandemia, nuestras sospechas de cuándo nos alcanzó el virus apuntan a otro cumpleaños, al mío. ¡Gran regalo por sobrevivir hasta los treinta años! ¿No les parece? Toma, un virus de peligro mundial a ver si coges el hilo y te organizas. Cabe decir también que, para ese entonces, las restricciones por el confinamiento se habían aligerado bastante: recuerdo un diciembre de 2020 prácticamente “normal” y recuerdo a Maduro declarando el asueto de Carnaval de “flexibilización social, laboral y cultural” o lo que sea que eso signifique en ese lenguaje oscuro y repleto de adjetivos al cual los venezolanos ya parecemos acostumbrados por puro hastío. Hasta mi abuela había cumplido sus ochenta años a lo grande, en una reunión familiar multitudinaria que no tenía nada que envidiarles a las reuniones prepandemia. Parecía que teníamos razones para respirar aliviados.

Ese era el escenario: había una sensación de confianza en el ambiente; entonces, ¿Qué amenaza podía representar otro cumpleaños y, de paso, uno un poco más modesto e íntimo? Total, nunca me había gustado celebrar mi natalicio con tanta efusividad y llegar a los treinta tiene menos mérito que llegar a los ochenta. Así que ese día 21 de febrero, nos reunimos solamente los miembros de mi núcleo familiar más directo; la pasamos bien, comimos torta… Lo normal.

Al cabo de dos semanas empezaron a caer las primeras víctimas: la primera fue mi tía, la hermana de mi mamá; luego, fue su novio; enseguida, mis primos; después, alcanzó a mi abuela y, finalmente, a mí. Mis hermanos, que son tres, una mayor y dos menores, parecían estar bien, y mi madre nunca desarrolló ningún síntoma, por suerte. Yo pasé mi enfermedad en la casa de mi expareja, a quien agradezco todos los cuidados y la atención; sin embargo, de peores afecciones me había recuperado: salí más o menos ileso, con una ligera sensación de cansancio que se aliviaba con el pasar de los días. De vez en cuando, solicitaba el estatus de las cosas en la casa, cómo estaban mi mamá, mis hermanos y mi abuela. Todo parecía transcurrir con normalidad: mi mayor preocupación era mi abuela, por su edad, pero yo y toda mi familia, me atrevo a decir, tenemos esta percepción de ella como una persona fuerte, recia, de carácter, de esos viejos venezolanos orientales que parecen transmitir el calor de esa región del país por medio de sus regaños con ese dialecto rápido y cantadito, pero también por medio de sus cuidados sanadores. De nuevo, la confianza nos arropaba con su mórbido manto, pero quien no mejoraba era mi tía; de haber tenido olfato en ese momento, habría percibido con mayor claridad la sensación de preocupación en el aire. Pero no fue así.

Estaba seguro hasta el momento del mensaje de mi mamá. Ya recuperado del todo, fui a la casa y ahí comprendí la contundencia de que una imagen vale más que mil palabras; de que detrás de un mensaje siempre hay una realidad mucho más profunda y lo lingüístico no alcanza para describirla. Mi abuela no se encontraba bien y la única forma de comunicármelo era que yo lo viera. Además, ella estaba muy preocupada por su hija, mi tía, que a duras penas se estaba recuperando, por lo que se mostraba también afectada psicológicamente.

Recuerdo el fin de semana cuidando a mi bola  (como yo le decía de cariño, sobrenombre que creé desde muy pequeño); recuerdo haber dormido con ella y que ella se mostraba celosa para que no me le acercara mucho; pero yo no le hacía caso. Para ese momento, me sentía prácticamente inmortal; yo había superado al bicho sin ningún problema. Recuerdo que, cuando dormía con ella, me desperté intrigado por un sonido extraño y, tratando de hallar su origen, recorrí el cuarto en su búsqueda. Era como el sonido del viento pasando por tuberías de ultratumba; incluso salí a la sala para ver si provenía de allí, hasta que me di cuenta con horror que era el sonido de la respiración de mi abuelita, y recuerdo cómo el horror me desbarataba los pulmones con más fuerza y dolor que el mismísimo covid. Recuerdo la firme decisión que tomamos de llevarla al médico el lunes; recuerdo que el maldito ascensor estaba dañado y que ella no podía bajar las escaleras; recuerdo que entre mi cuñado y yo decidimos bajarla utilizando una silla de madera. Recuerdo que llevábamos su peso por las escaleras, pero no me pesaba lo físico, sino que me pesaba el alma. Recuerdo haberla montado al carro de mi mamá y recuerdo quebrarme como el frágil vidrio golpeado por la dura piedra, y que los miles de pedazos resquebrajados eran mis lágrimas bajando por los cachetes. Recuerdo cómo estuve tratando de darle fuerza a mi mamá, diciéndole que todo iba a estar bien, a pesar de que yo no sabía nada; ahora, me parece curioso cómo la vida nos pone en situaciones en las que los papeles se invierten. Recuerdo que pasé de ser ateo a ser el más fiel de los cristianos, a creer en ángeles y en energías supraterrenales. Recuerdo las súplicas de mi prima, que se había quedado con mi abuela como apoyo moral en la habitación de la clínica, diciéndome que necesitaba un relevo. Recuerdo haber perdido permiso en mi trabajo. Recuerdo el día en que ingresé en la clínica, la fría atención al detalle de los médicos, desinfectándome antes de entrar; recuerdo, y no recuerdo a la vez, las miles de preguntas que me hicieron. Recuerdo la angustia y la congoja de verla en la camilla, de buscar las posiciones idóneas para que pudiera respirar mejor; recuerdo hablarle, recuerdo darle masajes, recuerdo ver mi celular, recuerdo salir a llorar en el pasillo porque no aguantaba más; y que las enfermeras me dijeran que no servía de nada llorar; y en este momento digo que no lloraba porque servía, sino que lloraba porque sentía. Recuerdo que en las mañanas mejoraba y que en las noches todo el progreso del día se lo tragaba la oscuridad. Recuerdo que el día que decidieron intubarla, como última medida, la obligué a tomar avena para que tuviera fuerzas. A partir de allí los recuerdos son confusos y nublados. Recuerdo ver con obsesión artículos sobre el (o la) covid; recuerdo calcular fríamente las posibilidades de supervivencia; recuerdo la cara bicéfala de la esperanza, con un lado triste y otro alegre, como las máscaras del asueto de Carnaval que precedió a la tormenta. Recuerdo rogarle a un Dios en el que ya no creía que me arrancara los dos pulmones y me dejara sin aire, pero que la salvara a ella.

Mi abuela murió luego de dos o tres semanas intubada y el ateo reconvertido volvió a ser ateo. Y surgió el filósofo, puesto que, depuesta la fe, lo que queda es la razón; y el filósofo se cuestionaba las sutiles crueldades de la vida cotidiana, y reflexionaba sobre los peligrosos malabares de la esperanza de dos caras. Y el poeta quedó mudo, en un silencio prosaico que duró más de un año. Y  el ciudadano comenzó a hacerse preguntas: ¿por qué, si la Sputnik salió en agosto del 2020 y la Sinopharm en noviembre de ese mismo año, todavía en febrero de 2021 la población no había sido vacunada? ¿De qué valen las alianzas, entonces? ¿Por qué los dirigentes se vacunan primero y por qué se tarda tanto el protocolo para vacunar a los ciudadanos? ¿Y por qué negar las vacunas procedentes de otras latitudes solo por motivos políticos? ¿Es que acaso la vida de la gente se mide por ganancias o pérdidas políticas?

Y las preguntas pasaron a segundo plano, porque ya, lo hecho, hecho está; porque el ciudadano siempre tiene que remar a contracorriente, el ciudadano tiene que alzar la cara y seguir trabajando mientras los monarcas venezolanos se dan golpes en el pecho frente a las cámaras y tras bastidores ocurre la desgracia venezolana en cada rincón de la salud, de la educación, de la economía. Y finalmente me concentré en el azar, en la suerte ¿por qué a ella, por qué a nosotros? ¿Y acaso el 21 no era el número de la buena suerte? Y comprendí que el azar, la suerte, al igual que la esperanza, tiene dos caras; y comprendí la cara oscura del 21, el yin y el yang; y que toda buena suerte tiene su mala suerte, y comprendí el peso de la cruz que cae con contundencia cada 21 de febrero. Y solo queda preguntar: ¿será esta la misma cruz, que cae sobre algunas personas cada 27 de febrero, 4 de febrero,  27 de noviembre, 11 de abril, 12 de febrero y vaya a saber uno cuántas fechas más?

Un comentario

  1. Pablo García
    added on 9 Ago, 2024
    Responder

    Increíble rom, me dolió el relato, escribes excelente

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